Los tambores resuenan a ritmo del instinto y viceversa...quieres bailar, pero las reglas sociales te lo impiden. Y es que ya ni siquiera en los antros se baila, porque ahora resulta que bailar es de mal gusto. El baile ha muerto.
Danzar a ritmo del tambor tampoco es siquiera una opción, a menos que quieras que la gente te mire como si fueras un orate. Y es que el qué dirán, sigue siendo una poderosa arma disuasiva.
Un canto rasga el viento. La voz femenina, angelical, traspasa las barreras del idioma y de la razón. Quieres llorar, porque ese canto transmite algo inexplicable, invoca a los dioses, llama al espíritu, y a los espíritus de nuestros ancestros...te enchina la piel. Pero llorar en público es inaceptable. Más aún si eres hombre, porque aquí, en estas tierras, a los hombres no les es lícito llorar.
Hay una extraña sensación en el ambiente. Tienes conciencia de que los que te rodean, de alguna forma son tus hermanos. Pero no, te han enseñado que hermanos, son sólo quienes comparten tu sangre, apellido y las paredes de tu casa, no los que forman parte de tu comunidad.
Es un jueves de Agosto del 2007, pero no un jueves como todos. La tarde es un tanto nublada y a pesar del viento ligero que insiste en hacerse sentir, es una tarde muy cálida y húmeda, acentuada tal vez por la cantidad de gente que abarrota la plaza. Y es que estamos juntos por una razón.
En la Plaza Mayor, representantes de etnias a las cuales se les ha dado en llamar grupos vulnerables, pobres y discriminados, tienen mucho que mostrarle a sus contrapartes urbanos, supuestamente invulnerables, ricos y discriminadores.
Y de pronto sucede...chabochis y Hopis, Crees y Tepehuanes, Huicholes y Pimas, Totonacas y gringos...todos, tomados de la mano, danzan en círculo alrededor de una fogata que no existe, pero que todos vemos claramente en el centro de la plaza. Los niños, felices, porque parece un juego que alguna vez han jugado. Los jóvenes y adultos no salimos del asombro, pero el niño que aún vive en nosotros, está felíz.
Los mayores, nuestros viejos, con su mirada melancólica y añorante, dicen que así debe ser, que así debió ser siempre y se preguntan ¿dónde y cuándo perdimos el rumbo?. Así, por un instante, por unos cuantos minutos, volvemos a nuestras raíces, bajo el perfecto azul del cielo de la antigua villa de San Francisco de Cuéllar.
La presentación oficial termina y es el momento esperado para convivir con los distinguidos visitantes, si es que las vallas de metal y la seguridad lo permiten. Creí que en éste país había libertad de tránsito, pero al parecer, hasta a la Constitución se le aplican restricciones. Sólo puedes convivir con ellos si eres VIP. Pero el término VIP es en sí mismo discriminatorio y por tanto inaceptable. Ellos, los humildes, salen a convivir y abren las vallas de metal. Y conviven con nosotros, que ya no somos tantos, porque la gran mayoría ya se ha ido de la plaza.
La “no posesión”, sencillez y humildad en ellos contrasta brutalmente con el consumismo material del chabochi. Huicholes y Totonacas, con una enorme y contagiante sonrisa arrastran enormes arpillas llenas de jugosas y coloridas naranjas y empiezan a regalarlas..sí, unas humildes naranjas, obsequio de la tierra a la que tanto veneran, obsequio de ellos para nosotros, porque para ellos, obsequiar una naranja significa algo que jamás podremos entender.
¿Qué podemos obsequiarles a cambio?...algo que represente nuestra fé, nuestra cultura, nuestros valores....mmmh, ¿dinero?, ¿iPod?, ¿Nokia?....
El amor y veneración hacia la naturaleza es evidente en ellos, en cada uno de sus cantos, en cada uno de sus bailes, en cada puntada del bordado a mano de su vestimenta.
La armonía con la naturaleza, es humilde y a la vez poderosa. Y no puedo evitar hacer comparaciones con las pedantes poses mediáticas de Greenpeace o de Al Gore y su Live Earth. Es más convincente el ejemplo que la giga mercadotecnia.
Nuestros admirables Tarahumaras, anfitriones, fieles al korima, comparten la plaza, el pinole y el tesgüino con los invitados y con los chabochis presentes...la noche es joven y los cantos y danzas empiezan de nuevo, bajo el perfecto cielo estrellado de la antigua San Felipe del Real.
Pero es tiempo de volver a la realidad, que el amor por la naturaleza, la hermandad entre pueblos y los cantos a los dioses, no me ayudarán a pagar la cuenta del mandado. Hay que trabajar mañana y el día siguiente también. Hay que dormirse temprano hoy, y el día siguiente....también.
De regreso a casa, retomo aquélla pregunta, ¿dónde y cuándo perdimos el rumbo?. Ellos, para vivir la libertad salen, cantan y bailan con desconocidos, nosotros, nos metemos detrás de cerraduras, rejas y barandales.
Para estar en contacto con sus seres queridos, ellos solo hablan, porque los tienen a su alrededor. Nosotros, tenemos que usar el messenger, el e-mail, el buzón de voz o el metroflog, porque nunca es posible verlos en persona, mucho menos escucharlos.
Para vivir, ellos se acercan a la naturaleza, al aire libre, a cultivar, luego a cosechar....nosotros, nos alejamos de la naturaleza y nos encerramos en oficinas, para poder comprar lo que ellos cosechan. Irónico.
Ha sido el Omáwari, el encuentro de naciones hermanas, un día para aprender y apreciar cosas y valores que no tenemos, o que tenemos tan cerca que los ignoramos. Es el primero de muchos eventos de los festivales de este año, festivales que ya llegan y que se llevarán a cabo bajo el perfecto cielo de Chihuahua.
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