Las calles lucen a reventar. No sé qué es peor, si estar apretujado entre tanta gente o respirar el aire lleno de polvo. Ya de por sí el viento es suficiente para llenarme hasta la orejas con tierra, pero aparte, la enorme cantidad de vehículos que buscan afanosamente donde estacionarse en los terrenos aledaños, levanta aún más polvo del que quisiera soportar.
El Sol también pone de su parte. Si bien hay viento, no es suficiente para mitigar con su frescura de otoño sus inclementes rayos. En ambos lados de la calle, los puestos de vendedores se pierden en el horizonte. Al menos, desde mi perspectiva, así se ven. Se vende de todo, casi cualquier cosa que quepa dentro de la imaginación.
La caminata parece eterna, no tanto por la distancia, sino por el tiempo que toma llegar al sepulcro de mi abuela materna. En el camino, muchas escenas asaltan mis sentidos. Gente limpiando una tumba a mi izquierda, otros depositando flores a mi derecha.
Al frente, el lento caminar de una anciana acompañada por su familia, nos retrasa a todos. Pero no hay prisa de todas formas. Un poco más allá, un joven con aspecto muy cansado ya, ofrece sus servicios para llevar cubetas con agua para limpiar la tumba y para las flores. Lleva todo el día haciendo lo mismo, viaje tras viaje el esfuerzo y el calor ya lo ha menguado bastante. Pero sigue de pie. Su necesidad económica es infinitamente mayor que su cansancio.
Más adelante, una familia de origen chino, al menos eso me dicen, deposita no sólo ofrendas florales en la tumba, sino comida y licor. Mucha gente los observa, con respeto, pero también con curiosidad.
Algunas tumbas lucen muy limpias, pero muchas más no. El incipiente otoño ya se deja sentir en los árboles. Algunas tumbas están sepultadas bajo esa alfombra de hojas amarillas. Camino sobre ellas para escuchar cómo crujen. Una lagartija que descansaba tranquilamente bajo las hojas, corre apresuradamente fuera de mi alcance.
Llegamos finalmente a la tumba de mi abuela. Mientras permanece la familia en el lugar, camino por los alrededores y veo un sepulcro abandonado, cubierto sólo con tierra y una sencilla cruz de madera, astillada y podrida por la intemperie, pero también veo un mausoleo de cantera, con columnas, arcos, cúpulas y hasta puertas de cristal. Pero curiosamente luce igual de abandonado que la tumba de tierra.
Algunos sepulcros tienen imágenes religiosas, de Santos, de Jesucristo o de la Virgen María. Pero la intemperie y el tiempo ya se notan en ellas. Rostros rotos, manos faltantes, figuras erosionadas. Hay familias aquí y allá, algunos ríen alegremente, otros lloran desconsoladamente. Unos tienen un verdadero día de campo, otros hacen oración tomados de la mano. Unos hacen limpieza con escoba, agua y franelas, otros sólo depositan un ramo de flores y se van.
Quiero vagar más por ahí, entre árboles que lucen un tanto lúgubres, sin hojas, pero ya es hora de volver a casa. Una vez más, la gente, el lento caminar y todo eso.
Pero la retirada es más amable que la llegada, o tal vez simplemente sea que ya no me importa tanto la multitud y el polvo. Fuera del panteón, pasamos frente a un puesto de mezcal y observo a un joven cortando la enorme piña a machetazo limpio. Pero el sabor del mezcal no me agrada tanto como lo que veo frente a mí: cañas de azúcar. Espigadas, altísimas, llenas de agua y sabor.
En el camino, ya estoy degustando un pedazo de caña. A veces siento que primero se me arrancan los dientes antes que arrancar la fibra de la caña. Pero vale la pena. Juro que al menos uno de mis incisivos ya se aflojó. Mientras intento acabar con la caña antes de que la caña acabe con mis dientes, pasamos frente a decenas de puestos que venden utensilios de cocina, ropa y hasta artesanías. Los puestos de comida invitan a quedarse, más por su olor que por su aspecto.
Mi boca ya está llena de fibra de caña. Quiero escupirla pero hay tanta gente que no puedo hacerlo. Finalmente, veo la oportunidad y lo hago detrás de unos huacales de naranjas, frente a la divertida mirada de una señora de aspecto sureño que prepara unos deliciosos tacos de tripitas.
Miles de fragantes flores por doquier y mucha más gente que flores. Un poco más allá, juegos mecánicos. Es una feria. La Feria del Hueso. Hay una rueda de la fortuna y un carrusel, pero no hay tiempo de subir en él, ya será otro día, otro año. Ya hay que regresar a casa.
Las fotos de éste pequeño ensayo las tomé la semana pasada en el Panteón de Dolores. El texto, es un fragmento de mi memoria, de una visita a ese mismo lugar cuando era niño. Nada ha cambiado, ¿verdad?.